Por Víctor O. García Costa
La noche que murió Eva Perón, el sábado 26 de julio de 1952 a las 20:25, me encontraba con mis amigos, todos mayores que yo, jugando al billar en el Café El Comercio, que estaba situado en la esquina de las calles Bernardo de Irigoyen y Moreno. Ayer, lunes, se cumplieron 58 años. Había nacido el 7 de mayo de 1919 y tenía 33 años.
Ese mismo día 26 de julio, pero de 1953, en Cuba, un grupo de jóvenes guerrilleros encabezados por el abogado Fidel Castro Ruz asaltaba sin éxito el Cuartel de Moncada. Juzgado por la dictadura de Fulgencio Batista, en su propia defensa afirmaría: La historia me absolverá. Este episodio que significaría el principio de una larga lucha, pasaría prácticamente inadvertido para nuestra realidad política de ese tiempo, además oscurecido por el primer aniversario de la muerte de Eva Perón. Pero ambos personajes iban a trascender.
La noticia de la muerte de Eva Perón llegó corriendo como reguero de pólvora por las calles de la ciudad. Los cafés y bares no tenían televisión y las radios no eran comunes en esos locales. Lo que sí había, era equipos pasadiscos y los discos eran de pasta, de 78 revoluciones por minuto. Esos equipos admiraban por sus luces multicolores y por el mecanismo de colocación de los discos, que se accionaba con una botonera, previa colocación de una moneda de 20 centavos. El silencio pronto copó la ciudad y sólo se escuchaba el cierre de persianas que contemplaban los parroquianos expulsados amablemente por los dueños de sus lugares de encuentro diario.
Esas máquinas eran las que daban pie a una parte del agravio con que la mayoría de los porteños se mofaba de los compatriotas que habían llegado desde el interior para servir el proceso industrial notablemente acrecentado durante el gobierno peronista. No sólo se los llamaba “cabecitas negras” sino también “20 y 20”, porque estos compatriotas nuestros iban a los copetines al paso, comunes por entonces, y bebían un vaso de vino, que costaba 20 centavos, y escuchaban un disco de Antonio Tormo colocando en la ranura de la máquina pasadiscos otra moneda de 20 centavos.
El rebote no se hizo esperar y así nacieron “los contreras” en general y “los petiteros”, como llamaban los peronistas en particular a los porteños opositores, en asimilación a los que concurrían al Petit Café, un reducto cafeteril “bacán” establecido en la Avenida Santa Fe casi esquina Callao.
En tanto éstos se reían de los trajes azules de casamiento que se ponían sábados, domingos y feriados los llamados “cabecitas negras” y de la exhibición que hacían de la lapicera en el bolsillo superior del saco, el del pañuelo, los compatriotas del interior se mofaban de los sacos blancos con tajito y de la moda ajustada al cuerpo que usaban los petiteros, agravio que se extendía a parte de la oposición.
Toda esta parafernalia, que era mucho mayor y fue creciendo aún más, nacía en el enfrentamiento en que vivía la sociedad argentina. Por un lado la inmensa mayoría de la clase trabajadora y algunos sectores de la clase media y, por otro lado, pequeños sectores de la clase trabajadora y mayores de la clase media, junto a la alta burguesía y la oligarquía.
Eva Perón fue amada y odiada con igual pasión. El odio, cargado con una gran cuota de insensibilidad, no reparaba ni en la pasión de Eva Perón y, mucho menos, en la cruel enfermedad que la llevó a la muerte en plena juventud.
Estas reflexiones me surgen a raíz de los cientos de e-mails que circulan en la Red y que me llegan de parte de ciudadanos y ciudadanas, amigos míos muchos de ellos, destilando hoy el mismo odio. Deberíamos haber aprendido la dolorosa lección.
Por razones de cercanía veía a Eva Perón todos los días a la caída de la tarde. Ella entraba al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde tenía su despacho, por Hipólito Irigoyen 539, donde hoy está la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, y yo trabajaba en Hipólito Irigoyen 537, donde se encontraba la Dirección Autárquica de Obras Municipales, una formidable dependencia ejecutora de obras, que fue la que construyó, entre otras grandes realizaciones, nuestro Aeropuerto Internacional de Ezeiza.
Era común que coincidiéramos en nuestras salidas y que la viéramos subir a su Packard negro, de los años 40, vestida con un traje sastre de pollera algo más larga que lo común en tela a cuadritos blanco y negro, con su pelo rubio estirado y rematado en dos rodetes. Solía saludarnos levantando flexionado su brazo derecho en tanto su chofer ponía el auto en marcha.
Es bueno recordar, para que no nos vuelva o ocurrir, el horror de aquellas pintadas opositoras que decían “viva el cáncer” y la cantidad de improperios con que la oposición se refería a ella, ignorando la obra realizada por el gobierno peronista y la obra social monumental de Eva Perón.
También quiero recordar la hidalguía de algunos hombres militantes de la oposición. En cierta oportunidad, un visitante, en la casa del doctor Alfredo L. Palacios tuvo manifestaciones groseras referidas a Eva Perón. Palacios se puso de pie, lo invitó a retirarse y le dijo “No se insulta a ninguna mujer en esta casa”. Alguna vez se habían cruzado en los coches que los trasladaban y un toque en el ala del sombrero mosquetero había sido respondido con ese brazo derecho flexionado. En cierta forma ambos habían sufrido de niños el estigma de entonces por ser “hijos naturales”. El otro caso es el del doctor Nicolás Repetto que, al producirse la muerte de Eva Perón, publicó en el periódico socialista Nuevas Bases, una interesante y comprensiva nota referida a la obra de la extinta.
Como el cuerpo de Eva Perón fue velado varios días, muchos de ellos lluviosos, en el Ministerio de Trabajo y Previsión y las enfermerías se instalaron en la Dirección Autárquica de Obras Municipales pude presenciar, día a día, las emocionantes y emocionadas manifestaciones populares. Esas que el pueblo dedicó sinceramente a sus líderes y glorias en sus muertes: Carlos Gardel, Eva Perón, José María Gatica, Alfredo L. Palacios, Juan Domingo Perón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario