viernes, 25 de junio de 2010

EL APROVECHAMIENTO POLITICO DEL FUTBOL


Los argentinos, que vivimos apasionadamente el fútbol, ya estamos inmersos en el clima del Mundial.
Tanta importancia cobran estos torneos globales que hasta quienes habitualmente no se interesan por el fútbol se transforman en estas fechas en hinchas fanáticos de la Selección.
Hasta los menos versados discuten acaloradamente si se debe jugar con línea de cuatro o de tres, si es necesario un doble 5, si Jonás Gutiérrez debe pararse como un lateral derecho adelantado o si es preferible recurrir a un zaguero derecho más clásico.
La elasticidad de la pelota Jabulani es un misterio para los atribulados arqueros que juegan el Mundial, pero no para los eruditos hinchas argentinos, bombardeados de información futbolística las 24 horas del día por ejércitos de periodistas deportivos, cronistas, “noteros” o fugaces estrellas mediáticas que los canales de televisión enviaron a Sudáfrica a un costo sorprendente.
La mal entendida política toma nota de este fenómeno y trata de capitalizarlo. No es algo nuevo. Lamentablemente, ha ocurrido siempre, en mayor o en menor medida.
No todo nexo entre el fútbol y la política es de por sí censurable. Sin dudas, Mauricio Macri llegó a Jefe de Gobierno porteño por la popularidad que su figura alcanzó como presidente de Boca, club que merced a su gestión obtuvo numerosos logros deportivos, después de varios años de un mediocre desempeño. A veces ocurre lo inverso: la popularidad lograda en la política es el trampolín para un cargo dirigencial en un club de fútbol, como ocurrió –con resultados no del todo halagüeños- con el buen intendente radical rosarino Horacio Usandizaga en Rosario Central, club que acaba de descender de la primera división del fútbol argentino.
Lo que no es sano es el aprovechamiento del fútbol con fines políticos subalternos. Así, por ejemplo, la creación de una organización de barras bravas auspiciada por el oficialismo – Hinchadas Unidas Argentinas - es el peor mensaje que se puede enviar desde el Estado sobre la política que corresponde adoptar respecto de ese flagelo generador de la violencia en nuestros estadios.
Con reiterada frecuencia se ha utilizado el balcón presidencial de la Casa Rosada para el pavoneo de presidentes y funcionarios nacionales – fueran gobiernos militares o democráticos - con campeones mundiales de fútbol y de otras disciplinas.
Justo es resaltar que Raúl Alfonsín fue la excepción, cuando les cedió el señero palco a los ganadores de la Copa de 1986 para que saludaran a la multitud que espontáneamente se había congregado en la Plaza de Mayo. Entendía con sabiduría y humildad, el entonces presidente de los argentinos que quienes habían alcanzado la máxima presea eran los jugadores y el cuerpo técnico y, por tanto ellos y no él, eran los merecedores del tributo popular.
También la “estatización” del balompié a través de “Fútbol para todos” ha demostrado ser un instrumento más en la pretensión kirchnerista de hacer constante proselitismo con los recursos públicos.
Del mismo modo, en esta línea se ubican los negocios turbios de los amigos del poder, como la explotación de apuestas deportivas que intenta realizar el empresario kirchnerista Cristóbal López, el zar de las tragamonedas.
Es bien conocido, asimismo, el vínculo entre barras bravas y dirigentes tanto de clubes de fútbol como de políticos. Son pymes de la violencia, que sirven tanto como para un barrido como para un fregado: hoy aprietan a un jugador, mañana ensucian las elecciones de un partido político.
Sin embargo este torneo está agregando un dato nuevo: atónitos presenciamos como se ha llegado al extremo de utilizar al futbol para acceder al Premio Nobel de la Paz, como es el caso de Estela de Carlotto, visitante en estos días de la tierra sudafricana.
Resulta imposible imaginar a la Madre Teresa de Calcuta, o a Nelson Mandela, Carlos Saavedra Lamas, Rigoberto Menchú, Lech Walesa, Dalai Lama, Willy Brandt, Simon Peres, Yasser Arafat o Isaac Rabin, por citar algunos ejemplos, fatigando anfiteatros deportivos para obtener ese magno lauro.
Antes bien los méritos que tuvieron para lograrlo fueron el fruto silencioso y humilde de una labor altruista, enmarcada en conductas austeras, sustentadas en la solidaridad, la paz, la concordia y el amor al prójimo, aún en situaciones harto difíciles.
La contracara de la utilización innoble del deporte se puede apreciar en la misma Sudáfrica. La reciente película “Invictus” relata de qué forma Nelson Mandela logró aprovechar la popularidad del rugby en su país para intensificar el proceso de reconciliación de blancos y negros, luego de terminado el “apartheid”.
Reconciliación, dije. Una palabra que no figura en el diccionario kirchnerista. ¿Quién la propuso? ¿Un general genocida? No, quien más razones legítimas tenía para no quererla. Nelson Mandela pasó 27 años en la cárcel, en condiciones durísimas, por oponerse a un sistema de segregación racial que cuesta creer que existiera hasta hace pocos años. A la salida de la cárcel, postuló la paz y la concordia. Ya presidente, promovió una comisión de la verdad y la justicia, para la que lo más importante no era condenar, sino conocer la verdad. Desde su alta autoridad moral, lideró el proceso de reconciliación sin una palabra de rencor ni de revancha, tan luego él, que no había estado haciendo negocios inmobiliarios sino pagando con su sufrimiento en una celda inhumana su insobornable dignidad.
(*) El autor es abogado y periodista
junio de 2010
Dr. Jorge R. Enríquez

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